Una mirada

Te puedes meter dentro de una mirada.

De la mirada de alguien.

Una mirada se te puede meter dentro sin avisar y ser como tu disfraz, como una película gelatinosa y transparente a través de la cual mirar el mundo.

Una mirada te puede cambiar la vida de un solo fogonazo, como un disparo.

Hay miradas que ven, que ven más allá de ti mismo, que te deshacen por dentro el hielo.

Llevo toda mi vida huyendo de las miradas que niegan el «SI», de las miradas como cuchillos de juicios, de las miradas que congelan el cuerpo y lo convierten en un títere de hilos, antinatural, conducido desde fuera en cada gesto. Y aun con todo, lo reconozco, yo también me metí en esas miradas, como quién se enfunda el traje de buzo o de astronauta y también miré con esos ojos de trituradora, ojos de corta-cesped, ojos de apisonadora, de fría máquina. Y entonces esa mirada se me metió dentro. Con mucho esfuerzo y unas cuantas y dolorosas operaciones de disección conseguí, o al menos eso creo, extraerla de mi.

Pero hay miradas que te ven, que te miran desde el epicentro, que son volcán de fuego, que consiguen disolver toda la cáscara, que te llegan al centro, muy adentro, allí donde está el cuerpo del deseo. Llegan allí dónde se confeccionan las asociaciones de recuerdos, allí en dónde la maquinaria hace sus memorias. Hay miradas que entran al interior del motor y consiguen ponerlo a cero para volver a empezar. Hay miradas que descodifican el mapa tanto tiempo usado para hacer un mapa nuevo, más ligero.

Hay miradas con las que da gusto vestirse, hay personas maravillosas que te contagian de su mirada, hay grandes ojos para grandes almas, hay miradas que son como ventanas, hay miradas para soñar, hay personas generosas que te regalan sin esfuerzo su mirada, te la prestan, la comparten contigo, te salvan con ella.

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Mi madre me enseñó a mirar hacia arriba, a los universos que cada balcón encierra, a la belleza de lo cotidiano, a observar como la naturaleza está presente siempre, abriendo las  aceras. Mi madre me enseñó a ver como la vida no cesa frente a la piedra, me enseñó el sentido de las cosas, también de las dolorosas, me enseñó la alquimia de la envidia, del odio y de la muerte, que de una vuelta se transforma en semilla.

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Hay miradas de humor frente a la tragedia o el hastío. Hay miradas que cuando te las prestan ya se te quedan para siempre adheridas a la risa y no puedes ver lo mismo de la misma manera. Amo la mirada de la risa, porque la risa relativiza la vida, la aligera.

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Hay miradas en las que me quedaría a vivir. 

Construiría allí mi fuerte, porque desde ese lugar soy capaz de todo.

Hay miradas que son como un balcón a lo eterno, que nos hacen sentir pequeños, son como el viento, son puro juego.

«No se que voy a hacer ahora sin tu mirada. La dibujo constantemente en el silencio, siento que me miras desde lejos, que atraviesas las montañas y los valles con tus ojos de fuego»

Hay miradas que están vivas, para siempre, en nosotros. 

Amo la mirada del poeta, la mirada de la belleza, la mirada brutal de seguir viviendo a pesar de la certeza de la miseria, amo la mirada que rescata, que barre, que recoge piedras para construir caminos y aceras, amo la mirada de quien ama.

Voy a intentar no quitarme esta mirada nueva, voy a intentar regalarla, voy a intentar guardarla en la colección de miradas que salva.

Y entonces mirar.

Mirar a través de las miradas, mirar el aire, mirar el todo que está sumergido en la nada.

«Recordar aquella eternidad de tus ojos de agua, aunque ahora no estés presente para recordármela, nutrirme de las huellas que dejaste y así emborracharme de todas las miradas derramadas»

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